Si vemos a través de una ventana a dos personas sin oír lo que dicen,
para afirmar que están conversando, lo que tendríamos que observar es
el curso de sus interacciones. Al verlas fluir en interacciones
recurrentes, las cuales nos parecen un fluir en coordinaciones
conductuales, podemos señalar que se están poniendo de acuerdo. Entonces
decimos que están en el lenguaje.
Si queremos tomar un taxi, hacemos un gesto con la mano que nos
coordina con un automovilista que se detiene. Tal interacción es una
coordinación conductual simple, la vemos como tal, nada más. Pero si
después de hacer el gesto que coordina nuestra conducta con el
automovilista para que se detenga, hacemos otro por el cual él da una
vuelta y se detiene a nuestro lado, orientado en la dirección contraria a
la que seguía, ya hay una coordinación de coordinación de acción.
La primera interacción coordina el detenerse y llevar, y la segunda
coordina la dirección a tomar. Tal secuencia de interacciones constituye
un “lenguajear” mínimo. Un observador podría decir que hubo un acuerdo.
A primera vista sólo ha ocurrido una secuencia de coordinaciones
conductuales, pero se trata de una secuencia particular, porque la
segunda coordinación de acciones coordina la primera, y simplemente se
agrega a ella.
El lenguaje se constituye cuando se incorpora a nuestra vida como
modo de vivir, este es un ir de coordinaciones conductuales a
coordinaciones conductuales que surgen en la convivencia como resultado
de ella. Es decir, cuando las coordinaciones conductuales son
consensuales. Toda interacción implica un encuentro estructural entre
los que interactúan. Y todo encuentro estructural resulta en el
gatillado o desencadenamiento de un cambio estructural entre los
participantes del encuentro, concluye Maturana.
El resultado de esto es que, cada vez que hay encuentros recurrentes,
hay cambios estructurales que siguen un curso contingente al curso de
éstos. Esto nos pasa en el vivir cotidiano. Así; aunque como seres
vivos, estamos en continuo cambio estructural espontáneo y reactivo, el
curso que sigue nuestro cambio estructural espontáneo y reactivo, se
hace contingente a la historia de nuestras interacciones.
Maturana nos presenta el caso de un niño que está creciendo. Lo
ponemos en tal colegio y crece de una cierta manera aparente en ciertas
habilidades que decimos que adquiere. Si lo ponemos en otro, crece de
otra manera con otras habilidades. Hablamos de aprender, pero
de hecho, lo que hacemos al poner a un niño en un colegio, es
introducirlo en un cierto ámbito de interacciones en el cual el curso de
cambios estructurales que se están produciendo en él va a ser uno y no
otro.
De manera que todos sabemos que no da lo mismo vivir de una forma u
otra. Ir a un colegio u otro. Y esto nos hace pensar porque decidimos
hábitos difíciles de modificar. Además, todos sabemos, aunque no siempre
nos hacemos cargo de ello, que lo que está involucrado en aprender es
la transformación de nuestra corporalidad que sigue un curso u otro
según nuestro modo de vivir.
Hablamos de aprendizaje como de la captación de un mundo
independiente en un operar abstracto que casi no toca nuestra
corporalidad, pero sabemos que no es así. Sabemos que el aprender tiene
que ver con los cambios estructurales que ocurren en nosotros de manera
contingente a la historia de nuestras interacciones.
El niño aprende a hablar, continúa Maturana, sin captar símbolos,
transformándose en el espacio de convivencia configurado en sus
interacciones con la madre, con el padre, y con los otros niños y
adultos que forman su mundo. En este espacio de convivencia su cuerpo va
cambiando como resultado de esa historia, y siguiendo un curso
contingente a esa historia. Y el niño que no es expuesto a una historia
humana y no vive transformado en ella, en el vivir en ella, no es
humano.
Es por la corporización del modo de vivir que no es fácil cambiar si
uno ya ha “vivido de una cierta manera”. La dificultad de los cambios de
entendimiento, de pensamiento, de valores, es grande. Esto se debe a la
inercia corporal y no a que el cuerpo sea un lastre o constituya una
limitación: es nuestra posibilidad y condición de ser. Más aún, el vivir
transcurre constitutivamente como una historia de cambios estructurales
en la que se conserva la congruencia entre el ser vivo y el medio, y en
la que, por ende, el medio cambia junto con el organismo que contiene.
En otras palabras, dice Maturana, organismo y medio sé
gatillan mutuos cambios estructurales bajo los cuales permanecen
recíprocamente congruentes, de modo que cada uno se desliza en el
encuentro con el otro, siguiendo las dimensiones en que conservan
organización y adaptación. En caso contrario, el organismo muere.
Finalmente, esto ocurre espontáneamente, sin ningún esfuerzo por
parte de los participantes, como resultado del determinismo estructural
en la dinámica sistémica que se constituye en el encuentro del organismo
y su medio. En consecuencia, mientras estoy vivo y
hasta que muera, me encuentro en interacciones recurrentes con el medio,
bajo condiciones en las que el medio y yo cambiamos de manera
congruente. Esto es siempre cierto. Sólo si yo cambio cambia mi
circunstancia, y mi circunstancia cambia sólo si yo cambio.